Blog, Testimonios 08 de Marzo de 2021
Soy una chica de 38 años que trabaja como enfermera. En este post os voy a contar mi experiencia con el dolor crónico y cómo conseguí deshacerme definitivamente de él.
Mi madre acostumbraba a decirme que de pequeña era una niña muy independiente y bastante rebelde, con mucha energía y muy curiosa. Me decía que tenía que estar siempre con cuatro ojos porque cuando se descuidaba un poco estaba encaramada en alguna parte (un muro en la calle, farola, algún sitio alto del que pudiese caer). Vamos, que tuviera chichones era algo habitual. Recuerdo que siempre prefería jugar y hacer deporte con los niños, antes que jugar a las muñecas con las niñas.
Toda esa energía desbordante que tenía entonces la canalicé ya de mayor hacia uno de mi hobbies favoritos, el trekking por montaña. Ahí fue donde comenzaron mis primeros problemas con el dolor. Y digo ahí, porque estuve una larga temporada creyendo (creencias), que todos mis problemas estaban justificados porque pensaba que “después de tanto caminar era normal que algo me doliese”. ¡que equivocada estaba entonces!.
El dolor empezó hace unos 10 años después de un trekking algo más exigente de los que normalmente hacía. Empecé con un dolor en la rodilla, que subió a la ingle y pasó a la zona del sacro y las caderas. Recuerdo que se me paralizaba una pierna y había temporadas en que la llevaba literalmente a rastras. Había días en que el dolor era más llevadero y otros en los que la intensidad era muy alta. Encontraba alivio con sesiones en el quiropráctico, medicación y reposo. Solo así el dolor mejoraba algo.
De esta manera, empezó mi periplo por el mundo de los traumatólogos y acabé con un diagnóstico de “choque femoroacetabular bilateral”. La solución pasaba por operarse las caderas, y mi traumatólogo me aseguraba que el dolor se iría por donde había venido. Asunto arreglado. Así que, contenta por haber encontrado la solución después de haber estado varios años conviviendo con el dolor, decidí que era la mejor opción.
Me operé las 2 caderas, y tras la recuperación fue genial. Retomé mi trabajo en el hospital, así como el deporte y la montaña, con una ilusión como una niña con zapatos nuevos. Pero esa luna de miel solo duró poco tiempo. Después de unos meses de haberme operado la segunda cadera, el dolor volvió para quedarse durante unos pocos años más y con una intensidad que nunca antes había tenido. ¡Mi vida se puso literalmente patas arriba!.
El dolor me despertó un día de madrugada, sin más. Estaba definido de cintura para abajo, con unas sensaciones de electricidad constante y quemazón totalmente insoportables. El dolor era brutal. Repito, el dolor era brutal. Pensé que podría ser por algún problema relacionado con las caderas y me fui directa al traumatólogo. Me revisaron las caderas y la espalda con resonancias, y comprobaron que todo estaba correcto. Como opciones terapéuticas para aplacar el dolor me infiltraron las caderas, la espalda, los glúteos, etc.. Me recetaron analgésicos, antiinflamatorios y hasta fármacos opioides. Pero nada hacía que el dolor remitiese, ¡no me lo podía creer!. Como enfermera sabía de buena tinta los problemas que me traería tomar los opioides de manera continuada. Es por esto que los evitaba y aguantaba el dolor como una auténtica burra. Llegué a desarrollar una tolerancia muy alta al dolor, pero hubo un momento en que la decisión era tomarlos o abrir la ventana y saltar.
Me siguieron estudiando hasta que me derivaron al Neurólogo. Me hicieron resonancias, electromiografías y muchas más pruebas donde no encontraban ninguna alteración que justificase el dolor. Me diagnosticaron dolor neuropático, con la argumentación que era un dolor “muy rebelde” que no remitía fácilmente con los opioides, por lo que habría que probar con combinaciones de dosis y familias de opioides hasta ver cuál funcionaba.
Me recetaron antidepresivos y todos los medicamentos que creían que podían servir, pero nada. Al final terminé con un diagnóstico de “cajón desastre”: Fatiga crónica y Fibromialgia. La explicación para la etiqueta diagnóstica era que estaba extremadamente cansada y me dolía todo...lógico! estaba agotada de soportar el dolor. Para mí no era un diagnóstico, era una descripción de mis síntomas. Eso ya lo sabía yo!. Me preguntaba si para llegar a ese diagnóstico hacía falta hacer una carrera de medicina.
Me derivaron al psicólogo porque todo les sonaba muy extraño. Me dijeron que no podían hacer nada más por mí. Fui desahuciada literalmente y me daba cuenta que mis visitas les incomodaban porque no sabían cómo manejar mi caso. Ahí terminé de perder el mínimo ápice de esperanza que tenía en que me ayudasen a salir del problema. Sentí una falta total de empatía y humanidad en mis colegas de profesión. La última opción terapéutica que me ofrecieron fue implantarme un electroestimulador en el cerebro y así quizás, ¡solamente quizás!, se mitigaría mi dolor, pero sin ninguna garantía.
Probé también osteopatía, acupuntura, terapias alternativas, etc. Inicialmente no lo contemplaba mi mente de enfermera ni de lejos, pero a esas alturas, probaba cualquier cosa que pensase que podría servir.
El dolor con el tiempo no solo se limitó a esas zonas sino que se ampliaron: me ardía la cabeza a ratos y las manos; se me hormigueaba la lengua y la cara, los ojos... No me podía poner unos simples vaqueros, porque solamente el hecho de que algo me tocase la piel suponía un dolor literalmente insoportable.
Dormía apenas 3 horas y estaba todo el día agotada de aguantar el dolor. Me suponía un esfuerzo sobrehumano levantarme de la cama y hacer cualquier cosa. Me aislé socialmente. Llegaron a ofrecerme una incapacidad para ejercer mi profesión, y me pasaba el día de la cama al sillón. Además, estaba atontada por la medicación, no podía pensar ni razonar normalmente. Aún intentando evadirme con todas mis fuerzas, mi atención estaba centrada en una sola cosa:
EL DICHOSO DOLOR.
Psicológicamente estaba hundida, me sentía culpable sin saber porqué y me entristecía pensar que tras todo el esfuerzo invertido con las operaciones, no había servido para nada. Me sentía muy muy muy sola. Estaba en un callejón oscuro en el que no veía la salida. Intentaba animarme pensando que quizás, en el futuro, algún fármaco nuevo que saliese (como me decía el neurólogo), ayudaría a rebajar mi dolor. Pero en el fondo sabía de buena tinta que eso no sería viable ni real a corto plazo. Era incapaz de mantenerme positiva al ver cómo transcurrían los días soportando ese nivel de dolor.
Tenía pensamientos a menudo que me proponían quitarme de en medio y dejar de sufrir. Siempre me he considerado una persona luchadora y que afronta los problemas, así que en los momentos en que estaba más lúcida, desechaba esas ideas y me aferraba a la vida, siempre con el apoyo incondicional de mi pareja. Él ha sido vital en este proceso, sin él no hubiese sido posible.
Tenía un pensamiento que me martilleaba, y es que sabía que le estaba arruinando la vida, ya que él era el segundo damnificado del dolor. Ver su impotencia y sufrimiento sumado al mío, era como una puñalada para mí.
Siempre me daba su apoyo y cariño, e intentaba sacarme una sonrisa intentando desdramatizar en la manera de lo posible, y confiando en que encontraríamos la solución a esa pesadilla tarde o temprano. Pero yo sabía que él también estaba al borde aunque intentase refugiarse en esa actitud.
Así que un día me hablaron de un neurólogo que trataba problemas de dolor crónico y decidí probar. Acabé en la consulta de 2 fisioterapeutas que hicieron que mi vida diese un giro de 180 grados.
Reconozco que a esas alturas no tenía ya ninguna esperanza. Fue importantísimo que mi pareja me acompañase, porque mi atención solo la acaparaba el dolor. Aunque yo intentase escuchar y razonar lo que me decían otros, me resultaba muy muy muy complicado. Tras estudiar mi caso y las pruebas médicas, y ver que no había ninguna alteración, me explicaron que el dolor muchas veces se produce sin que haya daño. Me hablaron del cerebro.
Me explicaron que a veces el cerebro se equivoca y nos produce dolor sin justificación. Esto lo hace en base a las creencias, expectativas, cultura, informaciones de “expertos”, etc.. Todo esto desencadena en lo que se conoce como Sensibilización central o error evaluativo neuroinmune: el cerebro anticipa, hace sus predicciones erróneas y nos produce dolor.
Recuerdo que me sentí muy a gusto en aquella primera visita. Por primera vez me sentía comprendida y escuchada. Las fisioterapeutas que me atendieron tenían mucha empatía y recuerdo que supieron conectar conmigo de una manera distinta, como nadie lo había hecho hasta entonces.
Las primeras sesiones fueron de teoría. Una de las fisioterapeutas me explicó conceptos complejos de Neurociencia del dolor, que hacían que fuesen sencillos de entender por como lo hacía. Todo lo que me contaba chocaba con lo que me habían enseñado en la universidad. Admito que me costaba mucho creer que lo que me contaban era realmente así, pero decidí darle una oportunidad porque era la primera vez que lo que me contaban sonaba razonable. Me di cuenta que, lo que sabía hasta entonces sobre dolor, era casi todo erróneo. Tuve que tirar a la basura todo lo aprendido hasta entonces y empezar de cero.
En las siguientes sesiones conocí a otra fisioterapeuta. De primeras me pareció que “estaba muy loca”. Recuerdo que me partió los esquemas nada más empezar y a partir de ahí conectó conmigo de tal manera que era muy fácil seguirle el hilo y entender lo que me estaba explicando. Resultó que no era locura, que era una manera muy divertida y creativa de explicar los conceptos. Por primera vez en mucho tiempo me hizo reír.
Después de estas sesiones, me fui para casa con un desconcierto mental bastante grande, con muchas dudas, pero sabiendo que lo que me contaban no era “una terapia cualquiera más”, sino que encajaba en lo que me pasaba.
Recuerdo que lloré,de alegría y liberación .Por fin había encontrado una solución que parecía posible y real. Fue un balón de oxígeno para mí.
Me dieron deberes para casa: lecturas, artículos, propuestas de estrategias para desarrollar, etc. Yo debía buscarme las mías propias. Pero no se trataba solo de leer, sino de integrar los conocimientos y entenderlos. Se trataba de sentar unas bases fuertes de conocimiento sobre las que luego trabajar.
Como me resultaba muy difícil concentrarme, mi pareja leía conmigo las lecturas y repasábamos juntos los conceptos. Echábamos muchas horas, íbamos poco a poco, pero avanzábamos. Yo notaba mejoría en el dolor.
Lo primero que identifiqué fue lo absurdo del dolor en sí mismo, las incoherencias, ¿por qué iba y venía y no estaba todo el rato?, ¿por qué cambiaba su intensidad?, ¿por qué no salía nada en las pruebas?, etc. etc.
Comprobé que los síntomas bajaron de intensidad, y me reafirmó que de verdad esto funcionaba. Aún así, hubo un momento en que me atasqué y no seguía mejorando. Me recomendaron contactar con una psicóloga que conocían ellas. Nunca he creído en la psicología convencional, pero me contaron que estaba especializada en problemas de sensibilización central.
Así que allá que nos fuimos mi pareja y yo a conocerla.
La primera visita con ella fue muy potente. Recuerdo que no me dejó hablar apenas, es más, me mandó callar. Me hacía preguntas dirigidas y muy concretas que iban totalmente enfocadas. No solamente me impactó a mí, sino también a mi pareja, que se sintió totalmente comprendido por la situación que estábamos pasando. Al salir de la consulta yo tenía tal batiburrillo mental que no sabía ni hablar. No sé cómo lo hizo, porque realmente tengo un recuerdo muy vago, pero me dejó muda para el resto del día. Y eso en mí, por aquel entonces, era muy raro. Parecía que me había drogado.
Seguí haciendo sesiones con ella por videoconferencia durante unos cuantos meses más. Me ponía deberes y me enseñó muchísimo acerca del cerebro y de cómo funcionamos. Todo lo aplicaba en mi día a día. Las sesiones eran muy amenas y super interesantes. Intentaba absorber todo lo que me enseñaba. Y siempre con un cariño y empatía fuera de lo común.
Poco a poco me fui exponiendo a la vida, a todo lo que había dejado atrás por culpa del dolor. Empecé a vivir de nuevo. Recuerdo que tenía miedo. Tuve que aprender a vivir porque solo sabía de dolor y sufrimiento. Mi cerebro había anulado todas las demás cosas. Empecé a planificar mi día, a salir a la montaña,¡como lo echaba de menos!, a tomar algo con mis amigos, a trabajar, a hacer deporte, a bailar, a divertirme, en definitiva y como decía antes, a vivir.
El dolor y el cansancio extremo seguían ahí, pero sabía cómo manejarlo y sabía que no pasaba nada malo en mi organismo, el dolor era solo una alarma. Intentaba no dejar de hacer ningún plan a causa del dolor, y me daba cuenta que en el momento que menos esperaba, el dolor desaparecía, realmente funcionaba. Los días que no podía más, se trataba de aceptar y aguantar y, cuando el dolor me daba un poco de tregua, me remangaba y a vivir. Intentaba desdramatizar cuando volvía, no entrar en catastrofismo, no enfadarme y dialogar con mi cerebro. Solía pensar que mi cerebro es un amigo que intenta protegerme, pero que está totalmente asustado, se equivoca y entra en pánico
produciéndome dolor. Usé mucho el sentido del humor, ha sido una herramienta fundamental para mí. Y así, poco a poco, con muchos picos y valles y muchos charcos en los que me caía de morros al principio, y después solo me mojaba los pies, el dolor se fue disolviendo hasta llegar al día de hoy.
De vez en cuando y en determinadas situaciones tengo días en los que el dolor vuelve y me lo pone muy difícil (por ejemplo, ahora que estoy escribiendo sobre él), pero lo manejo con serenidad y confiando en que lo que aplico servirá para que se esfume igual que llegó...et voilà...eso es así!
Realmente, sacando la parte positiva de todo esto, los aprendizajes que me llevo son muy valiosos y me sirven para lidiar con situaciones que se me presentan a diario, sobre todo por mi trabajo en el hospital. Tengo que decir que esto me ha supuesto un cambio en el ámbito personal también. La gente que me conoce bien me dice que soy “distinta a antes”, y realmente parece que esto me ha hecho cambiar y afrontar las cosas desde otra perspectiva distinta.
Ha sido un camino difícil y largo, pero por suerte para mí, con final feliz. Me gustaría transmitir a las personas que están pasando por una situación similar, que su problema tiene un principio y un final. Sé lo duro que es pasar por un proceso como éste, pero de esto se sale!
Solo me queda dar las gracias de corazón a las personas que me han apoyado, ayudado y guiado en este viaje hacía la mejoría. Un trocito de mi corazón es vuestro. No tengo palabras suficientes para agradeceros. Sin vosotros no hubiese sido posible. Me habéis acompañado con un cariño, empatía, y profesionalidad que nunca olvidaré. Gracias a vosotras el mundo es un lugar mejor en el que vivir.